sábado, 2 de julio de 2011

LA TRAVESURA ( novela histórica breve)


El negro Simón siempre había sabido que, seguirle los pasos a la amita Felicia en sus ocurrencias era peligroso. Principalmente para él que terminaba cargando con las consecuencias de la travesura. Sin embargo, así se habían arrojado los dados organizadores del destino en común, desde niños. Ella Ama, él Esclavo. En todos los sentidos en que esta polaridad puede circunscribirse. Desde lo racial, lo histórico, lo social, hasta aquellos aspectos que involucran los sentimientos. Porque no sólo era esclavo por su ascendencia  familiar, sino por algo mucho más sólido e imperecedero, por un factor irreversible: su corazón había elegido zambullirse en ese sótano ambiguo e inconstante, sin esperanzas ni futuro, de amarla sin la menor posibilidad de alguna ley salvadora, que algún día pudiera otorgarle por decreto su libertad. Por supuesto, la cárcel la había creado él mismo, con los simples  barrotes que impone la necesidad indeclinable, de unas manos blancas y suaves tomando las suyas o curando sus heridas.   Y así había sido desde siempre. Por más que lo había intentado, en ninguna ocasión había conseguido sustraerse de esos cristales azogados de fuego en que se convertían los ojos de la muchacha cuando una nueva ocurrencia transformaba sus manos en mariposas inquietas y sus bucles oscuros en resortes saltarines sobre sus hombros. Al mismo tiempo cuando oía con claridad el crujido inquieto de sus zapatillas charoladas y ese tamborileo de grillo en guerra,  para Simón,  pobre negro enamorado, era el inevitable anticipo de la desgracia. Por supuesto de la desgracia en la que únicamente caería él, que al fin no sólo terminaba acompañándola, sino llevando las culpas como un costal a cuestas, cuando la travesura llevada a cabo por los dos, quedaba al descubierto y él era el único que recibiría el castigo. Pero tanta injusticia, tenía su premio: la mirada aterciopelada y dolorida de Felicia, parecía confirmarle que en algún lugar de su caprichoso corazón, él existía. Y sus manos pasándole el ungüento en la espalda sobre los rastros rojizos de los azotes del patrón, valían cada culpa  que por ella cargara.

Ahora, mientras recorría el mohoso y fétido túnel construido por sus ancestros, sobre pisando los adoquines que pusieron sus abuelos en dolorosa geometría inútil, sudando de terror como ellos, con el corazón desbocado y esa rabia tan conocida hacia sí mismo, hacia su debilidad ante Felicia que  a pesar del paso de los años, aún seguía consiguiendo de él cualquier cosa que se propusiera, pensaba que, si no la amara tanto, no estaría ahora corriendo con ese tembloroso farol en la mano, la ropa empapada y la angustia trepando por su estómago.
Otra vez,  la locura de esa joven a quién él mismo le había dado la llave con la cual manipular su vida y elegir los vericuetos irracionales de sus actos, los ponía en peligro a los dos. Retrocediendo en el tiempo, pensó que jamás debió permitir que la muchacha saliera a la calle el día de la Invasión. Pero en ese momento, aunque al principio se negó, en el fondo le había parecido una idea genial espiar por la puerta de la calleja. Nada parecía más seguro. Desde la muralla  adornada de malvones, les llegaba el monocorde golpeteo del metal y la gritería informe que acontecían en las calles principales de la ciudad de Buenos Aires, debido al retiro desordenado de los milicianos. La batalla con los ingleses estaba llegando a su fin, mientras el virrey Sobremonte, emprendía una deshonrosa retirada. Intentaron  ver el paso de las tropas, pero desde el lugar, sólo podían aspirar el humo de la pólvora y el ruido ensordecedor de los proyectiles “Shrapel”, esas mortales esferas huecas, rellenas de balines y pólvora que estallaban en el aire.  Por supuesto, a Felicia, contentarse con el ruido, no le había alcanzado. 

-         Nos estamos perdiendo todo, negro cobarde. – le había dicho azuzándolo. Porque sabía muy bien   que no había nada que odiara más que lo llamara de ese modo. Negro, era, sin dudas, pero cobarde...
-    Su madre va a matarnos amita... y su padre... ¡ Dios nos libre! Nos harán madrugar un mes a rezar ese Rosario largo... – intentó responderle  esgrimiendo su arenga de siempre.
-   Si es lo que yo digo... cobarde... cobarde...– le repitió frunciendo los labios y uniendo las cejas.
           Sólo eso había sido suficiente. Y un revuelo de bucles y enaguas con aroma a violetas. “Cobarde”, un puchero acorazonado de su boca, y ese perfume irresistible, eran mucho más de lo que el negro Simón podía soportar. Entonces, le había abierto la puerta que daba a la calleja, sin saber que también estaba dejando el resquicio desde el que ingresaría a su peor pesadilla. Y que a partir de ese instante de debilidad, también había quedado atado a la travesura de su ama. La más peligrosa. La más definitiva.
 “Debí haberlo previsto, debí haberlo evitado”, pensaba mientras el farol volvía a parpadear en la oscuridad y un aire frío le llegaba por los túneles desde el río. Pensó también que nunca debió olvidar el historial de tramoyas, enredos e intrigas que lo unían a  su ama y mucho menos los resultados que habían tenido todas ellas. Los castigos recibidos  deberían haberle servido de lección, al menos para entender que ninguna de las ideas de esa muchacha era inocua. Ahora, lamentándose de su infortunio pensó que todos los ajetreos compartidos no tenían comparación con esta farsa que  habían montado. No quería ni pensar en el futuro que les esperaba, por la infeliz travesura.
Angustiado, se detuvo en el cruce de túneles a pensar en los planes que tan cuidadosamente habían trazado y entonces sintió el primer mordisco en el pie. 

Contuvo un grito y pateó las ratas que se le acercaban hambrientas. Dos o tres se descolgaron sobre su cabeza espantando a un grupo de esos tenebrosos bichos alados negros que pendían de las paredes del techo.  Del susto cayó en el piso de piedra rodando en un charco de barro. Era preciso apurarse antes de que la marea subiera por los túneles y ya no pudieran pasar. Comenzó a temblar como la lánguida luz del farol, oscilando entre el temor y el frío que se colaba por sus ropas húmedas y se dirigió hacia uno de los atajos de ese laberinto de piedra subterráneo.
                                               (Cap I, Novela "La travesura" Libro "De Raíces y Huellas")
Relatada en La Feria del Libro Oncativo 2011-

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