El
negro Simón siempre había sabido que, seguirle los pasos a la amita Felicia en
sus ocurrencias era peligroso. Principalmente para él que terminaba cargando
con las consecuencias de la travesura. Sin embargo, así se habían arrojado los
dados organizadores del destino en común, desde niños. Ella Ama, él Esclavo. En
todos los sentidos en que esta polaridad puede circunscribirse. Desde lo
racial, lo histórico, lo social, hasta aquellos aspectos que involucran los
sentimientos. Porque no sólo era esclavo por su ascendencia familiar, sino por algo mucho más sólido e
imperecedero, por un factor irreversible: su corazón había elegido zambullirse
en ese sótano ambiguo e inconstante, sin esperanzas ni futuro, de amarla sin la
menor posibilidad de alguna ley salvadora, que algún día pudiera otorgarle por
decreto su libertad. Por supuesto, la cárcel la había creado él mismo, con los
simples barrotes que impone la necesidad
indeclinable, de unas manos blancas y suaves tomando las suyas o curando sus
heridas. Y así había sido desde
siempre. Por más que lo había intentado, en ninguna ocasión había conseguido
sustraerse de esos cristales azogados de fuego en que se convertían los ojos de
la muchacha cuando una nueva ocurrencia transformaba sus manos en mariposas
inquietas y sus bucles oscuros en resortes saltarines sobre sus hombros. Al
mismo tiempo cuando oía con claridad el crujido inquieto de sus zapatillas
charoladas y ese tamborileo de grillo en guerra, para Simón,
pobre negro enamorado, era el inevitable anticipo de la desgracia. Por
supuesto de la desgracia en la que únicamente caería él, que al fin no sólo
terminaba acompañándola, sino llevando las culpas como un costal a cuestas,
cuando la travesura llevada a cabo por los dos, quedaba al descubierto y él era
el único que recibiría el castigo. Pero tanta injusticia, tenía su premio: la
mirada aterciopelada y dolorida de Felicia, parecía confirmarle que en algún
lugar de su caprichoso corazón, él existía. Y sus manos pasándole el ungüento
en la espalda sobre los rastros rojizos de los azotes del patrón, valían cada
culpa que por ella cargara.
Ahora,
mientras recorría el mohoso y fétido túnel construido por sus ancestros, sobre
pisando los adoquines que pusieron sus abuelos en dolorosa geometría inútil,
sudando de terror como ellos, con el corazón desbocado y esa rabia tan conocida
hacia sí mismo, hacia su debilidad ante Felicia que a pesar del paso de los años, aún seguía
consiguiendo de él cualquier cosa que se propusiera, pensaba que, si no la
amara tanto, no estaría ahora corriendo con ese tembloroso farol en la mano, la
ropa empapada y la angustia trepando por su estómago.
Otra
vez, la locura de esa joven a quién él
mismo le había dado la llave con la cual manipular su vida y elegir los
vericuetos irracionales de sus actos, los ponía en peligro a los dos.
Retrocediendo en el tiempo, pensó que jamás debió permitir que la muchacha saliera
a la calle el día de la
Invasión. Pero en ese momento, aunque al principio se negó,
en el fondo le había parecido una idea genial espiar por la puerta de la
calleja. Nada parecía más seguro. Desde la muralla adornada de malvones, les llegaba el monocorde
golpeteo del metal y la gritería informe que acontecían en las calles
principales de la ciudad de Buenos Aires, debido al retiro desordenado de los
milicianos. La batalla con los ingleses estaba llegando a su fin, mientras el
virrey Sobremonte, emprendía una deshonrosa retirada. Intentaron ver el paso de las tropas, pero desde el
lugar, sólo podían aspirar el humo de la pólvora y el ruido ensordecedor de los
proyectiles “Shrapel”, esas mortales esferas huecas, rellenas de balines y
pólvora que estallaban en el aire. Por
supuesto, a Felicia, contentarse con el ruido, no le había alcanzado.
-
Nos estamos perdiendo todo, negro cobarde. – le había
dicho azuzándolo. Porque sabía muy bien
que no había nada que odiara más que lo llamara de ese modo. Negro, era,
sin dudas, pero cobarde...
- Su madre va a
matarnos amita... y su padre... ¡ Dios nos libre! Nos harán madrugar un mes a
rezar ese Rosario largo... – intentó responderle esgrimiendo su arenga de siempre.
-
Si es lo que yo digo... cobarde... cobarde...– le
repitió frunciendo los labios y uniendo las cejas.
Sólo eso
había sido suficiente. Y un revuelo de bucles y enaguas con aroma a violetas.
“Cobarde”, un puchero acorazonado de su boca, y ese perfume irresistible, eran
mucho más de lo que el negro Simón podía soportar. Entonces, le había abierto
la puerta que daba a la calleja, sin saber que también estaba dejando el
resquicio desde el que ingresaría a su peor pesadilla. Y que a partir de ese
instante de debilidad, también había quedado atado a la travesura de su ama. La
más peligrosa. La más definitiva.
“Debí haberlo previsto, debí haberlo evitado”,
pensaba mientras el farol volvía a parpadear en la oscuridad y un aire frío le
llegaba por los túneles desde el río. Pensó también que nunca debió olvidar el
historial de tramoyas, enredos e intrigas que lo unían a su ama y mucho menos los resultados que
habían tenido todas ellas. Los castigos recibidos deberían haberle servido de lección, al menos
para entender que ninguna de las ideas de esa muchacha era inocua. Ahora,
lamentándose de su infortunio pensó que todos los ajetreos compartidos no
tenían comparación con esta farsa que
habían montado. No quería ni pensar en el futuro que les esperaba, por
la infeliz travesura.
Angustiado,
se detuvo en el cruce de túneles a pensar en los planes que tan cuidadosamente
habían trazado y entonces sintió el primer mordisco en el pie.
Contuvo un grito
y pateó las ratas que se le acercaban hambrientas. Dos o tres se descolgaron
sobre su cabeza espantando a un grupo de esos tenebrosos bichos alados negros
que pendían de las paredes del techo.
Del susto cayó en el piso de piedra rodando en un charco de barro. Era
preciso apurarse antes de que la marea subiera por los túneles y ya no pudieran
pasar. Comenzó a temblar como la lánguida luz del farol, oscilando entre el
temor y el frío que se colaba por sus ropas húmedas y se dirigió hacia uno de
los atajos de ese laberinto de piedra subterráneo.
(Cap I, Novela "La travesura" Libro "De Raíces y Huellas")
Relatada en La Feria del Libro Oncativo 2011-
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