Estoy detenida en el cuarto renglón. Me he caído
en una palabra que me encerró y me tildó. No puedo avanzar en la obra y por más
que busco sinónimos, antónimos, parónimos y homónimos que me saquen del
asfixiante encierro, sólo puedo ponerme
entre paréntesis y detenerme. Me sumerjo en la palabra que acabo de teclear:
“improbable”. Vuelvo hacia atrás en el texto: “el delito es improbable... el
pecado es improbable... el suicidio es improbable... el asesinato es
improbable...”
¿Improbable? Releo la
palabra con una mezcla de desazón y euforia, sintiéndola, en las circunstancias
que me envuelven, casi profana. Ese prefijo que quita. El prefijo de la carencia y la pérdida, ha dejado de pronto, mi novela en suspenso y
sin concluir. Porque si el delito, el suicidio, el asesinato, el pecado de mi
protagonista es improbable, entonces sus actos quedarán impunes. No existirán
huellas, ni marcas, ni señales de lo cometido. Ni siquiera un cabello, un
fragmento de su piel, una gota de sangre, una marca de sus zapatos, una huella
digital, una pequeña fracción de ADN que la involucre. Sin embargo, tanta
impunidad me rebela. Gabriela, la protagonista de mi historia no lo merece. Ha
transitado todo la historia, con la audacia y la arrogancia de los hipócritas, de los que fingen ser particularmente
generosos y justos, mientras sobornan sus sueños y se sumergen en extraños paroxismos de
sentimientos oscuros. Y sólo para conseguir lo que se proponen sin importar que
el engaño y la mentira se conviertan en el eje de sus vidas. Sin importar que
la infidelidad los hunda en un caos de
asesinato, dolor y miedo.
No es justo, me repito,
mientras una extraña satisfacción comienza a invadir mi ánimo de escritora
pensando en el final. Vuelvo a la
palabra “improbable” y siento la profunda tentación de quitarle el “im” para
que la justicia se haga cargo de mi protagonista, para que se encuentren los
cabellos que sabiamente aspiró de la alfombra, las huellas que nunca dejó
porque usó guantes, las marcas indiscutibles de su ADN, en pequeños fragmentos de su piel bajo las uñas de la mujer de su amante.
Abandono el teclado, y
decido dar un recorrido por la habitación donde estoy escribiendo. La habitación
es pequeña, la última de la cabaña que compramos hace años con el hombre de mi
vida para escondernos del mundo. No es azaroso que hoy lo recuerde, con la
palabra “improbable” golpeteando en mis sienes. Ese hombre con el cual no
tuvimos más alternativas que huir para resguardar ese amor prohibido que nos
unía y que la sociedad censuraba. La cabaña a la orilla del lago, fue nuestro
refugio de fines de semana absurdos y desolados, donde intentábamos calmar
nuestras respectivas angustias. La elegimos justamente por estar aislada y rodeada de un maravilloso bosque de pinos
azules y porque el lago, reflejaba las
sierras nevadas en las tardes de invierno.
Sigo caminando y
desciendo los peldaños que me llevan a la sala, detengo mi mirada en la danza
de llamas del hogar encendido, frente al que tantas noches hicimos el amor
refugiando nuestros miedos en abrazos y besos. No puedo impedir las lágrimas
recordando su sonrisa, su última sonrisa antes de caer lentamente al agua del
lago, con un disparo en el pecho.
Miro la
alfombra. Está relucientemente limpia. No hay huellas, ni polvo, ni marcas. Vuelvo al teclado de mi computadora y a la palabra “improbable”. Improbable como
lo fue la opción de vivir, una vida juntos. Como lo fue la alternativa de
encontrar una solución al fraude emocional en el que nos sumergimos casi sin
darnos cuenta. Como lo fue la
posibilidad de impedir que lo mataran. Allí, justo, frente al lago que
amábamos.
Ahora sé que lo
único que puede probar lo que ha pasado en este lugar, es esta historia que he
comenzado a escribir como una manera de superar tanto horror. Y que la única
decisión que queda por tomar es, si
continuaré con el relato, si seré capaz de explicar que soy la única culpable,
que fueron mis errores los que nos condujeron a los tres a este lugar. Que fue
mi incapacidad de dejarlo, de alejarme
de él cuya principal responsabilidad era cuidar de su esposa, su loca esposa,
pero su mujer al fin... las que hicieron que perdiera a mi amor.
Entonces miro la
alfombra... vacía... vacía de cuerpos amándose... vacía de huellas de actos
violentos, asesinatos y suicidios... vacía de ternura y pasión, vacía de dolor
y muerte...
Y vuelvo a pensar
en la palabra que me ha tildado, que me ha encerrado en esta desazón porque no tiene sinónimos, ni continuidad posible. Es improbable que
alguien encuentre sus cuerpos... eso ya fue resuelto. Es improbable que alguien
los reclame y si así fuera que los asocien a mí, la escritora solitaria de la
cabaña del lago.
Sí, es improbable que alguien descubra este
lugar, y la historia que se esconde tras el bosque de pinos azules, como es
improbable que a alguien le importe esto que escribo, para soportar la
tristeza.
Aprieto la tecla de
borrar y dejo la página en blanco. Como si nunca hubiera escrito nada. Esa es la magia de la tecnología donde, a
diferencia de la vida, todo se puede deshacer en el tiempo tan fácil, como si
jamás hubiera ocurrido... sin dejar huellas. Y luego, con la tarde dibujando mi
sombra sobre el sendero helado, camino por última vez lentamente hacia el
lago...
CRISTINA VALIDAKIS
RELATO PUBLICADO EN ESPAÑA POR