viernes, 10 de agosto de 2012

LA ESCRITORA DEL LAGO


       

Estoy detenida en el cuarto renglón. Me he caído en una palabra que me encerró y me tildó. No puedo avanzar en la obra y por más que busco sinónimos, antónimos, parónimos y homónimos que me saquen del asfixiante encierro, sólo puedo  ponerme entre paréntesis y detenerme. Me sumerjo en la palabra que acabo de teclear: “improbable”. Vuelvo hacia atrás en el texto: “el delito es improbable... el pecado es improbable... el suicidio es improbable... el asesinato es improbable...”
        ¿Improbable? Releo la palabra con una mezcla de desazón y euforia, sintiéndola, en las circunstancias que me envuelven, casi profana. Ese prefijo que quita.  El prefijo de la carencia y la pérdida,  ha dejado de pronto, mi novela en suspenso y sin concluir. Porque si el delito, el suicidio, el asesinato, el pecado de mi protagonista es improbable, entonces sus actos quedarán impunes. No existirán huellas, ni marcas, ni señales de lo cometido. Ni siquiera un cabello, un fragmento de su piel, una gota de sangre, una marca de sus zapatos, una huella digital, una pequeña fracción de ADN que la involucre. Sin embargo, tanta impunidad me rebela. Gabriela, la protagonista de mi historia no lo merece. Ha transitado todo la historia, con la audacia y la arrogancia de los hipócritas,  de los que fingen ser particularmente generosos y justos, mientras sobornan sus sueños y  se sumergen en extraños paroxismos de sentimientos oscuros. Y sólo para conseguir lo que se proponen sin importar que el engaño y la mentira se conviertan en el eje de sus vidas. Sin importar que la infidelidad los hunda en un  caos de asesinato, dolor y  miedo.
         No es justo, me repito, mientras una extraña satisfacción comienza a invadir mi ánimo de escritora pensando en el final.  Vuelvo a la palabra “improbable” y siento la profunda tentación de quitarle el “im” para que la justicia se haga cargo de mi protagonista, para que se encuentren los cabellos que sabiamente aspiró de la alfombra, las huellas que nunca dejó porque usó guantes, las marcas indiscutibles de su ADN,  en pequeños fragmentos de su piel  bajo las uñas de la mujer de su amante.
          Abandono el teclado, y decido dar un recorrido por la habitación donde estoy escribiendo. La habitación es pequeña, la última de la cabaña que compramos hace años con el hombre de mi vida para escondernos del mundo. No es azaroso que hoy lo recuerde, con la palabra “improbable” golpeteando en mis sienes. Ese hombre con el cual no tuvimos más alternativas que huir para resguardar ese amor prohibido que nos unía y que la sociedad censuraba. La cabaña a la orilla del lago, fue nuestro refugio de fines de semana absurdos y desolados, donde intentábamos calmar nuestras respectivas angustias. La elegimos justamente por estar aislada  y rodeada de un maravilloso bosque de pinos azules  y porque el lago, reflejaba las sierras nevadas en las tardes de invierno.
             Sigo caminando y desciendo los peldaños que me llevan a la sala, detengo mi mirada en la danza de llamas del hogar encendido, frente al que tantas noches hicimos el amor refugiando nuestros miedos en abrazos y besos. No puedo impedir las lágrimas recordando su sonrisa, su última sonrisa antes de caer lentamente al agua del lago, con un disparo en el pecho.
                 Miro la alfombra. Está relucientemente limpia. No hay huellas, ni polvo, ni marcas.  Vuelvo al teclado de mi computadora  y a la palabra “improbable”. Improbable como lo fue la opción de vivir, una vida juntos. Como lo fue la alternativa de encontrar una solución al fraude emocional en el que nos sumergimos casi sin darnos cuenta. Como lo fue la  posibilidad de impedir que lo mataran. Allí, justo, frente al lago que amábamos.
                Ahora sé que lo único que puede probar lo que ha pasado en este lugar, es esta historia que he comenzado a escribir como una manera de superar tanto horror. Y que la única decisión  que queda por tomar es, si continuaré con el relato, si seré capaz de explicar que soy la única culpable, que fueron mis errores los que nos condujeron a los tres a este lugar. Que fue mi incapacidad de  dejarlo, de alejarme de él cuya principal responsabilidad era cuidar de su esposa, su loca esposa, pero su mujer al fin... las que hicieron  que perdiera a mi amor.
               Entonces miro la alfombra... vacía... vacía de cuerpos amándose... vacía de huellas de actos violentos, asesinatos y suicidios... vacía de ternura y pasión, vacía de dolor y muerte...
                Y vuelvo a pensar en la palabra que me ha tildado, que me ha encerrado en esta desazón  porque no tiene sinónimos, ni  continuidad posible. Es improbable que alguien encuentre sus cuerpos... eso ya fue resuelto. Es improbable que alguien los reclame y si así fuera que los asocien a mí, la escritora solitaria de la cabaña del lago.
              Sí,  es improbable que alguien descubra este lugar, y la historia que se esconde tras el bosque de pinos azules, como es improbable que a alguien le importe esto que escribo, para soportar la tristeza.
              Aprieto la tecla de borrar y dejo la página en blanco. Como si nunca hubiera escrito nada.  Esa es la magia de la tecnología donde, a diferencia de la vida, todo se puede deshacer en el tiempo tan fácil, como si jamás hubiera ocurrido... sin dejar huellas. Y luego, con la tarde dibujando mi sombra sobre el sendero helado, camino por última vez lentamente hacia el lago...

                                        CRISTINA VALIDAKIS
                    RELATO PUBLICADO EN ESPAÑA POR 

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